Pasmada me he quedado cuando el maître, elegantemente vestido, se dirige a mí por mi nombre completo, sin dudar. Me dice que me ha reconocido por el vestido violeta y por los pendientes de amatista, que para eso ya me he encargado yo de que todo coordine perfectamente. Me dice que él me está esperando ya, en un reservado, y que les ha pedido encarecidamente que me reciban como yo merezco, y yo me rio, porque ya me avisó él de que lo iba a pedir así. El maître me dice que la rosa roja de tallo largo es para mí. Me pide por favor que le siga, y comienza a caminar. Nos desplazamos entre las mesas del restaurante, yo tras el maître, oliendo el perfume maravilloso de la rosa. La tengo apoyada sobre el pecho para protegerla, que no se me vaya a estropear. Los comensales nos miran al pasar, pero yo ni caso. Yo voy pensando que con esa rosa se ha ganado unos puntitos más, ya que demuestra tres cosas: que presta atención a lo que digo; que tiene buena memoria; y que es detallista. Creo que hemos cruzado la mitad de Madrid: ¿cómo es de grande este restaurante? Desde luego, el reservado va a ser muy reservado. Por fin, llegamos, y el maître se para ante una puerta. Mi corazón cabalga desbocado, y de pronto me crece una sonrisa en los labios, provocada tanto por la expectación acumulada durante las últimas dos semanas como por los puros nervios que me traigo de casa. Me va a dar un mal. Ábrame la puerta pronto, señor maître. Parece que la telepatía funciona porque justo en ese momento la abre. Ahora debería de entrar, pero se me han pegado los pies al suelo. Asomo un poco la cabeza, a ver qué veo. Emerge del interior una luz suave y ambarina, y alcanzo a ver un centro decorativo, compuesto de varias velas encendidas y flores, colocado sobre un mueble cajonero de aspecto antiguo, y la mayor parte de un espejo dentro de un marco de metal que representa la cabeza de Medusa. Bajo este, hay un sofá de ante púrpura que tiene pinta de ser comodísimo y carísimo. De repente, me sorprende un “hola, me alegro de verte” que sale del reservado, con un marcado acento americano. Doy un respingo hacia atrás y me entra la risa, porque estoy actuando como una adolescente, y ese tiempo ya ha pasado hace mucho. Me recompongo, y entro sin más, lo que el maître aprovecha para cerrar la puerta tras de mí. Espera un momento… el que tengo aquí delante: ¿es el que yo creo que es? Escucho el crujir de los engranajes de mi cerebro, que se han puesto en marcha. Hago recuento: tiene los ojos color zafiro, tiene los labios, tiene el color castaño de sus cabellos y, cuando se pone de pie para saludar correctamente, verifico que tiene la altura y tiene el estilo de vestir. Estoy alucinando, pero ato cabos a toda velocidad.
—That nickname of yours is your second name, is it?
—That’s it, clever woman.
—And when you said you were alike Ryan James… you were not lying at all.
—I was not.
—You were not… La madre que te parió.
Él se echa a reír, porque se me ha escapado el exabrupto en español y porque lo ha entendido perfectamente, y a mí me descoloca. Evaluación inmediata de la situación: tengo a uno de mis actores favoritos delante de mi cara, justo al alcance de la mano. Peor: he estado conversando con él a través del blog durante dos meses sin tener la más remota idea de que era él. Mucho peor: me gusta un montón en la pantalla, y en persona… en persona es ES-PEC-TA-CU-LAR. He entrado en bucle, pero consigo salir gracias a un silencio algo tenso que me alarma. Tiro de lógica y mando callar a las hormonas. Le observo bien observado, y me doy cuenta por su lenguaje corporal de que está nervioso, como yo; que no sabe muy bien qué decir, como yo; vamos, que es humano, como yo. Así que decido que su profesión y su estatus de celebridad no pueden prevalecer aquí. Lo mejor que puedo hacer es comportarme con naturalidad, como yo soy, y esperar que él se comporte de la misma manera. Después de aclarar las cosas, por supuesto.
—Oye, ¿te importa si hablo en español un rato? Estoy nerviosa.
—No me importa, así yo practico.
—Vale, pero si lo necesitas pasamos al inglés, basta con que lo digas.
—No te preocupes.
Hace amago de tomarme de la mano. Pues va a ser que sí le dejo. Me gustan sus manos, son grandes sin exagerar, y son cálidas. Curiosamente, este pequeño contacto físico consigue relajarme. Y parece que a él también.
—Tenía… ¿ganas? de hacerlo.
—Ganas, sí, así se dice.
Me acabo de dar cuenta de que sigo con la rosa apretada contra el pecho, y la estoy apretando tan fuerte que me va a salir un rosal en el escote. La coloco sobre la mesa: qué liberación para mis falanges.
—Oye…
—Dime.
—Es que no lo termino de entender. Porque tú… bueno, tú eres tú y puedes estar con cualquiera, conocer a cualquiera, no sé…
—Eso hago. Quiero conocerte a ti y aquí estoy.
Me ha respondido clavándome ese par de zafiros que tiene por ojos. Le sostengo la mirada un poco, pero muy poco porque, sinceramente, me impone todavía tenerlo cerquita.
—Vale, pues entonces cuéntame cómo apareciste en ese blog, va.
Él me suelta la mano y se acomoda en el sofá púrpura, orientando su cuerpo hacia el mío, de modo que queda sentado como de medio lado, con el codo apoyado en el respaldo del sofá y la mano sujetando la cabeza. Cruza las piernas, la izquierda sobre la derecha, y veo que no lleva calcetines. Me cuenta la historia en español, y aunque tengo que ayudarle varias veces con algunas palabras, la verdad es que no lo hace nada mal.
—Me encantó leer los libros. Un día, después de un evento en Londres, entré en el blog de las escritoras; me lo había comentado mi agente y me ¿provocó? la curiosidad. Me pareció interesante cómo está montado, con la música y el trivial y todo eso. Empecé a responder unas pocas preguntas del trivial y me enganché.
Yo le sonrío, porque a mí me pasó lo mismo.
—Sí, engancha un montón.
—Un día recibí un mensaje de una de las escritoras para felicitarme, porque tenía la puntuación más alta en el trivial. Y enseguida recibí otro, en el que me informaba de que una tal Purplequeen me había superado en puntos…
—Ejem…
—Y como me superaste dos veces más, decidí escribirte. Habías acertado respuestas que yo había dejado por imposibles y llamaste mi atención.
—Vaya…
—En serio, sabes mucho.
Me resulta muy interesante que tenga curiosidad por saber y valentía para preguntar.
—Ajá, entonces llevas un mes intentando sonsacarme información, ¿eh?
Le da la risa otra vez y casi se atraganta con el vino. No he caído en que estaba bebiendo, pobre. Me encanta que no le cueste reír.
—Lo he intentado, pero tú no me has contado nada en absoluto.
—Ah, es que yo de fácil no tengo nada.
—Ya lo sé, y me gusta que sea así.
Otra vez los zafiros al ataque. Este hombre va a acabar conmigo.
—¿Y tú, por qué hablaste conmigo?
Es una pregunta justa, que sin embargo yo misma no me había hecho todavía. Repaso el orden de los eventos.
—Bueno, me escribiste para felicitarme y me pareciste muy educado. Y, en tu caso, me llamó la atención que no te pusieras competitivo.
—Ah, no: ¿qué sentido tiene competir contigo? Prefiero aprender de ti, si puedo.
Ay, que me derrito.
—Bueno, que te respondí por educación, quiero decir. Para agradecerte la felicitación. Y luego tú me hiciste aquella pregunta, y ya sabes…
—Tú siempre respondes a todas preguntas.
—Sí, eso es.
—Pero… ahora que lo pienso, en realidad, nunca respondiste aquella pregunta.
—Ni pienso hacerlo. No te voy a contar el secreto de mi éxito a la primera de cambio.
Se parte de risa y me contagia. Me apetece que me explique una cosa muy concreta. Preparados, listos, ya.
—No te rías tanto y confiesa: ¿cómo fue que pasamos de hablar del trivial a hablar de cosas personales?
Bebe vino de su copa, un par de sorbos cortos, supongo que para recuperar la compostura un poco antes de hablar.
—Pues, no sé… fue algo natural, creo. Eres inteligente y divertida, aunque un poco borde a veces. Pero me hace reír.
Borde, pero encantadora: lo tengo puesto en el currículum.
—Eres interesante y me siento cómodo contigo. Y eso es lo que más me cuesta normalmente, sentirme cómodo con la gente.
Me quedo a la expectativa, por si decide continuar con lo obvio, pero no: no dice ni pío de mí físico. Este hombre no es de este mundo, y estoy por pedirle matrimonio.
—Ahora te toca a ti.
—¿Qué cosa?
—Confesar. No te hagas la tonta.
—Vale, vale, es justo. Pues a mí me sucede algo parecido: escribes de manera inteligente, ¡sin faltas de ortografía y con todas las letras!; eres culto, más que yo en algunas cosas; y educado, esto ya te lo he mencionado. La conversación fluye y me resulta natural, como tú has dicho antes: no siento la necesidad de ocultar nada cuando hablamos. Es una combinación rara… y sexy. Difícil de encontrar.
Silencio en la sala. Cruce de miradas. Noto que me sonrojo porque me arde la cara, pero eso no es lo curioso. Lo curioso es que él, que tendría que estar aburrido de que le alaben, se pone rojo como un tomate también. A ver cómo salimos de esta.
—Te has puesto rojo.
Cuando no se ve la salida, lo mejor es un buen petardazo y que se hundan las paredes.
—Gracias, muy discreta. Tú también estás roja.
—Ya lo sé, y sé perfectamente porqué me he sonrojado.
—¿Ah sí?
—Sí.
—Yo también lo sé.
—Fenomenal. Entonces, como es una reacción física natural y ambos conocemos la causa, lo mejor es no darle importancia.
—Será lo mejor, sí.
Silencio en la sala, otra vez. Traga saliva y se aclara la garganta. Allá va.
—Lo que pasa es que de la ¿causa? de la causa quiero hablar.
—Vale…
—Lo tuyo también es una combinación rara. Y sexy. Difícil de encontrar.
Ahora soy yo la que le clava el par de luceros que me tocaron en suerte, y él me aguanta la mirada sin titubear. Ay… Se acerca hacia mí hasta que nuestras rodillas se tocan y me coge otra vez de la mano. Se la aprieto un poquito, para que no se escape.
—Que sepas que he visto lo que has organizado aquí para mí. No, para nosotros.
—¿Y te gusta?
—Me encanta.
—Me alegro.
Se humedece los labios y mira los míos. Yo, para compensar, le miro entero. Espero que aguante el tirón, porque vamos a dejarnos de tonterías en tres, dos, uno, cero…
—Vamos a ver: la idea de quedar y conocernos fue tuya, ¿sí? Sí. Organizas la cita, me mandas al maître con una rosa roja, reservas este sitio y te vistes bien. Yo quiero saber una cosa.
—¿Qué quieres saber?
—Quiero saber qué expectativas tienes.
—Directa al grano.
—Como siempre.
—Como siempre.
Y no se le ocurre otra cosa que sacar la mano de debajo de su cabeza y rozarme la mejilla.
—Ryan James, dilo con palabras.
Sonríe. Noto que quiere hablar, pero le cuesta. Quién iba a decir que un hombre con su experiencia delante de las cámaras era tímido en la intimidad.
—Ya sabes que lo que más valoro es la sinceridad. Y que no hay nada que puedas decir que vaya a ofenderme.
Suspira y asiente en silencio. Entrelaza sus dedos con los míos y se le desatasca la lengua.
—Primero, como te dije, quería conocerte. Se me ocurrió aprovechar que esta semana viajaba a Madrid para organizar la cita.
—Y fue una buena idea.
—Esta noche tengo que ir a ese programa de televisión que te gusta para presentar la película sobre los libros. Y se me había ocurrido que me acompañaras.
Y yo que había venido medio cabreada en el AVE porque pensaba que me iba a perder el programa por asistir a la cita.
—Te acompaño si quieres. Me gustaría mucho.
—Genial.
—¿Y qué más se te ha ocurrido?
Deja caer la cabeza hacia atrás y suelta una sola carcajada.
—Tú no te despistas nunca, ¿no?
—Lo intento con todas mis fuerzas.
—Ok, está bien. No me esperaba que fueras… quiero decir, que eres inteligente, y eso ya me valía; pero además eres… eres preciosa.
Sé que la cara se me ha puesto de color rojo neón. En estos momentos, debo de brillar en la oscuridad. Si no me ha estallado la cara después del subidón de calor que me ha dado esta vez, es que la tengo a prueba de bomba.
—Bueno, pues tú ya sabes que pienso yo de ti a este respecto, porque creo recordar que en un momento de inocencia adolescente te conté que un tal Ryan James, que a lo mejor conoces ¿sí?, me volvía loca. Ah, sí: fue justo antes de que tú me dijeras que te parecías a él físicamente, pequeño liante.
—Me acuerdo, me acuerdo…
—Seguro que te reíste a mi costa un buen rato.
—Un poco. Pero puedo compensarte.
—Muy bien, pero que no me enredes. Soy inteligente, divertida, preciosa. ¿Y qué más se te ha ocurrido?
—Damn…
—Que no te escapas.
—Ok, ok, ok. Se me ha ocurrido que es muy complicado encontrar a alguien con tantas cosas que me agraden juntas. Aunque no te lo creas.
Se me sale el escepticismo por todos los poros de mi piel. Pero enseguida me acuerdo de que a mí y a muchas de las personas estupendas que conozco nos pasa lo mismo, y por eso preferimos estar solas que mal acompañadas.
—Sí que me lo creo.
—Gracias. Por eso he pensado que si nos hemos encontrado, por algo será.
—Será por algo…
—Me gustaría descubrir por qué ha sido. Hasta dónde podemos llegar.
—A mí también me gustaría.
Él sonríe, y yo le beso despacito.
Querid@s tod@s: Si descubrís el nombre del actor que se ha convertido en protagonista involuntario de esta historia (y, por ende, el nickname elegido para él), manifestaos… Hay pistas por todas partes: desde antes del principio, y después del final…