La armadura, fabricada por la mano de la Voluntad, era inquebrantable como su espíritu, ligera como su ánimo, transparente como su alma.
La Guerrera la vistió con orgullo ayudada por la Maestra. Contempló su reflejo en el espejo de bronce, satisfecha.
La Maestra se lo había enseñado todo. La postura correcta para apuntar el arma, la posición de disparo, la velocidad de recarga.
La Maestra se lo había dado todo. La certeza para aceptar su talento, la fortaleza para desarrollarlo, la resistencia para ejercerlo.
La naturaleza de la Guerrera había aportado la lucidez para aprender, el rigor para alcanzar el objetivo, la humildad para no jactarse de su capacidad. Por su naturaleza, la Maestra la había preferido por encima de otros que también lo habían intentado.
Aquel día, el día de la armadura, la Guerrera podría demostrar que era merecedora de la sabiduría de la Maestra.
La Guerrera saltó a la arena de combate, lista para la prueba. El arma vino a su encuentro, flotando desde el Cielo, y cayó en sus manos.
Era la hora.
Agresivos ofidios blancos serpentearon a su alrededor. Eran veloces como Viento. Colmillos punzantes en feroces fauces abiertas pronto rozaron yelmo y mordieron guantelete. Colas enroscadas en torno a su blindaje agitaron cascabeles.
La Guerrera demoró su acción, aguardando al instante preciso en que los ofidios fueran vulnerables. Confiaba en su protección, la armadura de la Voluntad. Confiaba en su aprendizaje, las palabras de la Maestra. La economía de movimientos era tan fundamental como la puntería. La respiración acompasada al ritmo del ataque era tan vital como la munición. La paciencia era tan esencial como el valor.
No tardaron los ofidios en aburrirse de una presa inmóvil. Se reagruparon apartados de ella, un cónclave venenoso.
Era el instante.
La Guerrera apuntó y disparó, un proyectil tras otro. Un proyectil, un corazón. Los ofidios blancos se derrumbaron, sin latido, en la arena que absorbía sus vidas. Sus cuerpos se consumieron hasta no ser más que pieles huecas de escamas níveas.
La Guerrera recogió su botín, y se arrodilló para recibir la bendición de la Maestra.